miércoles, 11 de agosto de 2010

Carl Friedrich Abel o el último violista da gamba


En los albores de la música clásica, al mismo tiempo en que se establecen las nuevas formas y sonoridades, expelen los últimos suspiros algunos de los que antaño eran reconocidos como los grandes y fundamentales instrumentos. Cultos, sabios, al igual que los autores de sus respectivos repertorios. No solo la familia de las cuerdas pinzadas sufre los embates de las nuevas modas, del nuevo estilo. También es el declive de algunos instrumentos de cuerdas frotadas, como la viola da gamba. Al parecer, las especulaciones del violín y las pretensiones del violonchelo logran su objetivo, por más que Hubert Le Blanc publicara en 1740 una desesperada defensa, abogando por el bajo de viola.

Y poco pesó el recuerdo de las deliciosas improvisaciones que resonaron entre las piernas de un ángel o de un demonio, como lo fueron los violagambistas Marin Marais y Antoine Forqueray, respectivamente. O de otros grandes virtuosos, como el toledano Diego Ortiz, que en su tratado de glosas de 1553 sentaba las bases teóricas y prácticas para todo tañedor de viola que se preciara como tal. Y poco también importó que no mucho después, el particular y ácido humor de Tobias Hume las interpretara a su manera. O que el esquivo Sainte-Colombe deslumbrara con su personalísima obra, impregnada de esa melancólica y enfermiza soledad. La memoria no fue el mejor aliado. Pronto, todo se relacionó con hechos de un remoto pasado.

Los nuevos tiempos hablan a través de la juvenil y fresca literatura musical. Melodías asequibles a todo oído. Placenteras para el espectador diletante y también para el más riguroso. Fue el momento en que las privadas y reales cámaras abrieron sus espacios y compartieron los sones que por siglos murieron paulatinamente en las cada vez menos perceptibles reverberaciones cobijadas entre esas cuatro ornamentadas paredes. Fue el momento en que el público pagó por escuchar sus piezas favoritas y, muchas veces, para ver al mismísimo compositor despelucarse frente a su propio manuscrito. Se daba inicio a los conciertos de abono.

Y fue un famoso violista da gamba quien, junto a su entrañable amigo, produce el primero de éstos exitosos eventos, en febrero de 1764. Carl Friedrich Abel y Johann Christian Bach. Como una proyección de lo que cuarenta años antes hicieran sus padres, cuando prestaban servicios al príncipe Leopold von Ahalt-Köthen. Johann Sebastian como Kapellmeister y Christian Ferdinand como instrumentista de orquesta. Pero ahora es en Londres, y más allá de las fronteras británicas, donde se comentarán las novedosas veladas instrumentales. Por los notables hechos musicales presenciados y también por otros sucesos extra musicales, menos decorosos, por cierto. Las crónicas señalan que Abel tañía el bajo de viola mejor cuando, ya en solitario, se presentaba ante el público en un evidente estado de ebriedad, síntoma de la decadencia absoluta de un genio que se perdió entre los aterciopelados aromas del mejor vino antes que entre las nuevas armonías clásicas. Pero supo disimularlo bien, muy bien. Incluso frente a la realeza. Pero no por tanto tiempo, pues Abel enfermó y gravemente. Su carácter se vio profundamente dañado, y qué decir de su cuerpo, claramente resentido por la descomunal ingesta diaria de alcohol. En deplorables condiciones, Carl Friedrich Abel muere a los sesenta y tres años de edad. Y con él se extingue, definitivamente, el arte de la viola da gamba.





sábado, 7 de agosto de 2010

Incontinencia fonográfica


Cuando paso revista a los viejos e innumerables boletines comerciales que acumulo en alguna abultaba y perdida carpeta digital, pienso en la gran cantidad de cds que dejé de comprar en su momento y de los que ahora debo esperar una posible reedición en formato de precio medio-bajo o bajo. No suena tan mal, si sabes esperar, claro. Tengo amigos que sufren de incontinencia fonográfica y llegan a pagar sumas absurdas por la edición original del disco rastreado. Y de segunda mano, muchas veces. En Santiago se puede acceder a ello. Me refiero a discos de segunda mano y a precios absurdos, con el agravante de que te los venden como su fuesen nuevos. Es fácil dar con esa disquería, si hasta le hacen mención en algunas revistas. Antes existía una sucursal en providencia, en un patio famoso. Ahora, sólo cuentan con un local, en el centro de nuestra ciudad, en un barrio turístico. Yo, lo reconozco, compré alguna vez ahí, luego del descuento que tuve que exigir, claro. En esa oportunidad no fui capaz de esperar la (obvia) reedición que luego pude ver en internet y a una, no exagero, quinta parte de lo que pagué en esta disquería. Es que también, lo reconozco, sufro de incontinencia fonográfica. Pero a veces, sólo a veces. Con el tiempo, he ido aprendiendo a tener calma con la compra de discos, al igual que con la adquisición de libros. A modo de ejemplo, esta semana recibí varias de estas tan apreciadas reediciones. Supe esperar y me vi gratamente premiado, porque escucho con particular atención y la más grande de las sorpresas una antigua grabación rescatada por Explore Records, un pequeño sello inglés dedicado al repertorio menos frecuentado del jazz y la música “clásica”. En este caso, son las seis sonatas para cello del multifacético veneciano Benedetto Marcello, que se registraron originalmente para L'Oiseau Lyre, en LP y a fines de la década del setenta, y que ahora relucen con nueva portada en una edición que tiene pocos años. Anthony Pleeth, frente a un instrumento según un modelo Stradivarius de 1732, es acompañado por el gran Christopher Hogwood (clave) y Richard Webb (chelo). ¿Cuándo dejamos de escuchar las imprescindibles lecturas de aquellos pioneros del historicismo? En la simpleza de un formato que no supera los ocho minutos, y con los cuatro característicos movimientos lento-rápido-lento-rápido de la sonata del maduro barroco, Marcello pintó a través de un lenguaje que nos es sumamente familiar, con recursos típicos y esperados incluso, seis cuadros sonoros sin mayores pretensiones, pero de trazos firmes, seguros. Y es en este marco, el de un estilo claro y preciso, que la recreación de las tonalidades pictóricas y musicales de esas miniaturas no pide más de lo que una mano sabia debe otorga a tan límpidas y perfectas melodías. Una música que no requiere más que una elegante elaboración del basso continuo. La música en su esencia, sólo eso. Pero creo que estamos demasiado enceguecidos con la parafernalia actual como para saber reconocer y poder apreciar la belleza contenida en la sencillez misma. Mucho renombre forzado, mucho Jean Christophe Spinosi, exceso de Christina Pluhar y demasiado Jordi Savall. Se encargaron sistemáticamente de redecorar con alardes y desmesuras de todo tipo un repertorio que no lo necesitaba. De mal educar a un público propenso a la pirotécnica superflua. De ahondar con insistencia en lo radicalmente opuesto a una interpretación filológica. Yo, desde hace un buen tiempo, me alejé de esas delirantes lecturas y me refugio, ahora, en la calidez que me ofrece un simple y elocuente chelo barroco bien tañido. Con cuerdas de tripa, siempre. Siempre.